A la misma hora, en la oficina que Amara ha convertido en sala de guerra, la pantalla parpadea. Hay planos, bocetos, líneas de tiempo, nombres. Hay tazas de café que se secarán como sangre al sol. Hay una alfombra clara con marcas recientes de botas. Amara no nota nada de eso ahora.
El mensaje entra como un balazo silencioso. Vibra en la mesa. Vibra en su mano. Literal: “en cinco minutos tu secreto saldrá a la luz.” Debajo, el ícono de un archivo.
–¿Quién es? –pregunta Liam sin levantar demasiado la voz, como si supiera que gritar es concederle razón al miedo.
–Desconocido –responde Amara, pero su garganta se ha apretado– Estoy cansada de esta situación y no se si abrir este video
Carlota ya está encima. Duplica en la pantalla principal. Cristóbal cruza los brazos, indeciso, una estatua hecha de culpa. Sophie se coloca al lado de Amara, no delante ni detrás: al lado.
–¿Lo abro? –pregunta Carlota.
–Abrí –dice Amara, y la voz le sale como sale el aire cuando el mar te hunde.
El vid