Los invitados retroceden entre gritos y llantos. Algunos se arrastran para escapar hacia las sacristías laterales, otros se cubren la cabeza como si las bóvedas fueran a desplomarse en cualquier instante. El humo impregna todo, mezcla de pólvora y madera quemada, mientras los guardias de Carlota levantan sus armas formando un muro humano frente a la intrusa.
Carlota avanza un paso, imponente, la pistola firme entre las manos. –¡Bajen el arma solo si doy la orden! –ladra a su equipo. Y luego, con la voz cargada de un odio antiguo, le escupe a Kate–. Tenías que ser tu.
–¿Sorprendida? –replica Kate, arqueando una ceja–. Pensé que ya sabías que los fantasmas no descansan.
Los hombres de seguridad dudan. No es solo que enfrenten a una mujer desarmada –o aparentemente desarmada. – sino la magnitud de lo que simboliza: la sombra que había manipulado cada hilo de esta historia, la que había decidido que el amor no podía tener lugar donde ella había sido desterrada.
Liam, todavía cubriend