El reloj marca las siete y media y Sophie sigue en el sillón, inmóvil. Las luces de la ciudad se filtran a través de la lluvia, dibujando reflejos que bailan en el suelo. La habitación huele a perfume marchito, a tristeza encerrada. Ella se limpia el rostro con el dorso de la mano, mientras le arden los ojos.
Siente un nudo en el pecho, una mezcla de rabia y decepción que no encuentra salida. Por un momento, piensa en quedarse ahí, dejar que todo se hunda solo. Pero la idea de quedarse quieta la asfixia.
Tiene que moverse, tiene que ver a alguien que la entienda, que no la juzgue, por eso, se levanta con torpeza y aunque sus piernas le pesan, como si cargara siglos de cansancio.
Toma el abrigo, las llaves, el bolso, abre la puerta y se encuentra a los dos guardaespaldas asignados por Liam que están estacionados al frente, bajo la lluvia.
–A la mansión, por favor –dice, subiendo al auto sin mirarlos, para que no ven sus ojos hinchados
El vehículo arranca. Las gotas repiquetean en el