Cristóbal llega a su casa con el cuerpo encorvado por el peso de lo no dicho. Deja las llaves sobre la mesa con un ruido seco, se afloja el nudo de la corbata como si lo ahogara, y camina hasta la cocina con pasos lentos, casi arrastrados. La cafetera todavía está tibia. Se sirve una taza y observa cómo el vapor se eleva, ondulante, como si quisiera decirle algo que él no logra descifrar.
Se sienta a la mesa con la taza entre las manos, pero el calor no le alivia el frío en el pecho. –Tres días… –susurra con voz ronca. – Tres malditos días y me voy a casar con ella…
Su mirada se pierde en la taza casi llena. –Pero si esto es lo que quise toda mi vida. ¿No es eso lo que decía? ¿Lo que repetía como un mantra? –Se frota el rostro con ambas manos, desesperado. –Entonces… ¿por qué siento que algo se desmorona dentro mío? ¿Por qué esta frustración, esta maldita culpa que no me deja dormir?
Golpea la mesa con el puño cerrado. El café tiembla. Su respiración se vuelve errática. –¡Carajo!