Amara permaneció una hora entera frente a las frías puertas de acero de la prisión, con el corazón latiendo con fuerza pero sin atreverse a cruzar ese umbral. Cada instante parecía una batalla interna entre el miedo y la necesidad de enfrentar a su padre. Finalmente, reunió valor y atravesó la entrada. El estruendo metálico al cerrarse tras ella resonó como un anuncio ominoso, un golpe seco que se coló por los interminables pasillos grises y austeros.
Sus pasos, firmes pero cargados de pesadumbre, avanzaban a lo largo de aquel laberinto de paredes frías y luces fluorescentes. Cada zancada le pesaba como una sentencia. La escoltaron hasta la sala de visitas privadas, un recinto impregnado del olor a desinfectante mezclado con una sensación opresiva de desolación y resignación.
Allí, al otro lado del vidrio, la esperaba Carlos Laveau. Sus manos estaban esposadas, pero la furia contenida en su mirada era casi palpable. El hombre que antes dominaba los salones de gala y las portadas de