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Capítulo 4 – Error de calendario y cena no planeada

Emily revisaba por cuarta vez la invitación a la reunión con el equipo de logística internacional. Era una simple sesión de coordinación… bueno, en teoría. Solo debía asegurar que los horarios cuadraran para los participantes de tres zonas horarias distintas, que la videollamada se activara a tiempo y que el CEO no terminara queriendo lanzarse por la ventana a los diez minutos.

—Ok, Emily. Respira. No mojes a nadie, no le grites a la impresora, y no confundas AM con PM. Todo va a salir bien —se murmuró frente al monitor mientras sorbía su tercer café del día.

Pero no. Todo no salió bien.

La videollamada estaba pautada para las 8:30 AM EST, y Emily —por un cruel error de dedo o mente nublada por cafeína— la había agendado para 8:30 PM EST.

Cuando Albert llegó a la sala de conferencias con su tablet en mano y cara de “aquí se va a morir alguien”, no había nadie más conectado.

Emily, que ya lo esperaba con una sonrisa forzada, se congeló al ver su expresión.

—¿Dónde están los de Alemania y Japón? —preguntó él, sin levantar la voz. Lo cual era peor.

—Yo… pensé que… o sea, están convocados a las ocho y treinta.

—Sí. PM. No AM. Están dormidos, Thompson. ¿O pretendía que hicieran la llamada en pijama desde la cama?

—Bueno, no hubiera sido tan mala idea. Con pijamas todo es más relajado…

Albert le lanzó una mirada.

Emily se aclaró la garganta.

—Fue un error. Lo corrijo enseguida.

—No —dijo él, firme—. No se va hasta que no tengamos esa reunión, aunque sea a las ocho y media de la noche.

Emily tragó saliva.

—¿Me está condenando a hacer horas extra por un error humano involuntario… que además suena mejor si lo tomamos como un experimento multicultural?

—Le estoy ofreciendo una oportunidad de aprender y no volver a cometer ese error. ¿No fue usted la que dijo que de los errores se aprende?

—Oh, excelente. Siempre quise un curso intensivo en tortura emocional corporativa.

Albert ignoró el comentario y salió de la sala sin decir más. Emily se dejó caer en la silla con un suspiro que parecía salido de una telenovela venezolana.

—Perfecto. Me quedo hasta las tantas. ¿Y qué hago hasta entonces? ¿Reorganizo la papelería por orden alfabético?

A las seis y cuarenta y cinco, Emily seguía en la oficina. El piso estaba casi vacío y ella caminaba de un lado a otro sin zapatos, con una coleta desordenada, y una cara de resignación adornada con sombra corrida. Había reprogramado la llamada con todos los participantes —esta vez, con triple confirmación— y enviado recordatorios con íconos de reloj y emojis de avión “para añadir un toque humano”.

El silencio en el edificio era extraño.

Emily caminó hasta la oficina de Albert con cautela. La puerta estaba entreabierta, y él estaba en su escritorio, sin chaqueta, con las mangas arremangadas, escribiendo algo en su laptop con la misma energía con la que alguien que decora una fiesta de niños.

—¿Interrumpo su ritual de sacrificio o puedo hablar?

Albert alzó la vista, sorprendido con su cara seria pero riéndose por dentro de las ocurrencias de ella.

—¿Todavía aquí?

Emily alzó una ceja.

—Estoy pagando mi penitencia por haber confundido el horario. ¿Usted no fue quien dijo que no me iba hasta que tuviera la reunión?

Albert asintió y dejó su laptop a un lado.

—¿Tiene hambre?

Emily parpadeó. ¿Acababa de oír bien?

—¿Esa fue una pregunta o una amenaza disfrazada de amabilidad?

—Una pregunta. Mandé a pedir comida hace un rato. Llega en quince minutos.

Emily lo miró desconfiada.

—¿Qué tipo de comida? Porque si es sopa fría de algas, paso.

—Sushi. Y no, no es el que Helena elige.

Helena siempre elegía unos rollos extraños bajos en calorías… y en sabor…

Emily se sentó en una de las sillas frente al escritorio.

—Vaya, parece que cuando se apagan las luces del edificio, el ogro se convierte en príncipe. ¿También baila después de las nueve?

Albert entrecerró los ojos.

—¿Siempre tiene algo sarcástico que decir?

—Solo cuando estoy despierta.

—¿Y está despierta porque está enojada o porque tiene miedo de dormirse en su escritorio y que yo la despida?

—Ambas. Pero más por el miedo a que me despida sin siquiera una carta de recomendación. Tengo mis estándares.

Albert la observó por un largo tiempo.

—Tiene potencial, Thompson. Pero si no aprende a concentrarse, ese potencial se desperdiciará. Y eso sería una pena.

Emily ladeó la cabeza.

—¿Esa fue una crítica, una advertencia, o una especie de elogio encriptado?

—Llámelo como quiera.

Estaban comiendo sushi en la oficina, en silencio, sentados frente a frente,

Emily abrió el envase de salsa de soya con dificultad y como si fuera parte de su personalidad el desastre, terminó derramándola en su falda.

—Genial. Ahora parezco víctima de un crimen de japonés.

Albert contuvo una risa. Sí. Una risa real.

Emily lo notó.

—¡Dios mío! ¡El CEO ríe! ¡Anoten la fecha! ¿Los planetas se alinearon o se está humanizando?

—Sólo me río cuando lo amerita.

—Entonces estoy orgullosa. Soy oficialmente graciosa para usted.

Albert sacudió la cabeza.

—No es graciosa, es impredecible pero sobre todo torpe.

Emily lo miró como si acabara de oír que los dragones existen.

—¿Impredecible? ¿El mismo que piensa que la espontaneidad es un fallo de fábrica?

—Tal vez no todo en esta empresa necesita ser predecible —dijo él, y bebió un sorbo de agua.

Emily se quedó en silencio por un momento, notando cómo se suavizaban los rasgos de Albert cuando no estaba rodeado de ejecutivos, ni en modo “emperador del imperio”.

—¿Y siempre fue así de… controlador? —preguntó, genuinamente curiosa.

Albert la miró un momento antes de contestar.

—No. Pero cuando te acostumbras a que todos esperen que no falles nunca… terminas creyéndolo también.

—Interesante. ¿Y qué pasa cuando fallas?

—No me lo permito.

—Vaya, qué suerte. Yo fallo al menos dos veces antes del desayuno.

Albert sonrió de lado.

—Eso ya lo noté.

Emily rió, relajada por primera vez en todo el día. La oficina, usualmente fría y hostil, parecía diferente, cálida, incluso. ¿O era el sake que él trajo en una pequeña botella como quien tiene secretos escondidos en el escritorio?

Cuando terminaron de comer, él se levantó y caminó hasta el ventanal.

—¿Ve eso? —dijo, señalando las luces de la ciudad—. Eso es lo único que no cambia. La ciudad nunca se detiene. Igual que nosotros.

—Pues yo opino que debería detenerse un rato. O al menos poner música mientras corre.

Albert giró para mirarla.

—¿Siempre ve el mundo como si fuera un episodio de comedia?

—Es mi mecanismo de defensa. Si me tomo todo en serio, termino como usted. Y créame, ese no es mi objetivo en la vida.

Albert no respondió solo la observó y meditó en sus palabras.

Emily sintió algo que no había sentido antes: que él la escuchaba de verdad. No como jefe. No como figura autoritaria. Sino como alguien curioso. Alguien que, por un momento, dejaba caer su máscara.

La tablet de Albert vibró. Él volvió a su escritorio, revisó el mensaje y asintió.

—Conexión confirmada. Japón y Alemania estarán listos en diez minutos.

Emily se levantó con un suspiro.

—Excelente. Hora de irme.

—Thompson…

—¿Sí?

—Buen trabajo, hoy. A pesar de todo.

Ella sonrió.

—¿Eso fue un elogio? Voy a escribirlo en mi diario.

—Y agregue esto también —dijo él, extendiéndole un mochi de postre.

Emily lo recibió como si fuera una medalla olímpica.

—Entonces, ¿seguimos con el plan de dominación con humor, sarcasmo y dulces?

Albert sonrió.

—Veremos si sobrevive al siguiente informe.

Emily levantó su mochi en señal de brindis.

—Challenge accepted, señor CEO.

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