Valentina, que había estado temblando junto al escritorio, levantó las manos. A sus pies, yacía el revólver que Beatriz había disparado antes (y que Nicolás había dejado caer allí deliberadamente antes de salir).
Ella sabía que no podía explicar nada. No podía explicar la carta de suicidio falsa, ni el arma, ni por qué estaba allí a esa hora. El plan de Nicolás, aunque caótico y brutal, había funcionado como un mecanismo de relojería. Ella tenía todas las herramientas para ser la culpable perfecta.
—¡No lo hice! —gritó Valentina, con la voz rota por el llanto y el miedo—. ¡Fue él! ¡Él la envenenó y la empujó! ¡Yo lo vi!
Soto ni siquiera parpadeó. No la escuchó. Su lealtad estaba comprada hacía años. Su radio crepitaba con las órdenes de Nicolás desde abajo.
—El Señor Valente dice que la vio forcejear con la Señora cerca de la escalera —dijo Soto, esposándola con brusquedad—. Y esta mañana la Señora Beatriz se quejó de que usted la había amenazado. Tenemos testigos de su mala relación.