Luciana regresó a la Villa Trébol con la mente hecha un nudo. Apenas llegó, se encerró en su habitación y hundió el rostro en los brazos, presa de la frustración.
Cuando Alejandro volvió, la sala estaba a oscuras. No subió; fue directo al cuarto de servicio.
Probó el picaporte: cerrado.
Alzó la mano y golpeó suavemente. Nada.
—Abre la puerta.
Frunció el ceño y bajó la voz: —Sé que estás despierta.
Después del numerito de Adrián, ¿cómo iba Luciana a conciliar el sueño? Aun así, guardó silencio.
—¿Luciana? Escucha, ya regresé. Es hora de tu tratamiento. Si no abres, voy a tirar la puerta…
Treinta segundos. Silencio absoluto.
Alejandro apretó la mandíbula, retrocedió y estiró los hombros, listo para embestir.
En ese momento la puerta se abrió. Luciana salió con su estuche de acupuntura en la mano.
—Señor Guzmán —saludó.
Alejandro se quedó inmóvil, con la muñeca en alto.
—¿Prefiere que vayamos a su habitación? —preguntó ella, serena.
—No hace falta —respondió él, recuperando la compostura—