En el jardín, Juana y una empleada le daban un baño a un labrador. Desde que Alejandro se había mudado, Miguel, sintiéndose solo, decidió adoptar ese perro. Mientras tanto, en la terraza, el abuelo y el nieto conversaban mirándose frente a frente.
Miguel señaló con la barbilla en dirección a Juana.
—Por lo que veo, ¿estás pensando en aceptarla finalmente?
Alejandro se encogió de hombros, sin responder directamente; cambió de tema:
—¿Le agrada a usted? ¿Qué opina de ella?
—¿Yo? —Miguel se rió, para acto seguido menear la cabeza—. Es tu vida. No me preguntes a mí.
—¿Cómo que no? —insistió Alejandro, con un gesto de descontento—. Si llega a ser mi esposa, se convertirá en su nuera. Necesito saber si la aprueba.
—No, no —Miguel negó varias veces con la cabeza, y una sombra de melancolía atravesó sus ojos—. A fin de cuentas, quien va a compartir la vida con ella eres tú, no yo. Yo no me voy a meter.
—Abuelo…
—No insistas —lo cortó Miguel con determinación—. Ya intervine una vez, ¿y qué pasó