La tienda de Estella abrió sus puertas en fin de semana, justo para asegurar la presencia de Salvador. Llegó mucha gente, casi toda por el peso del apellido Morán.
Salvador se pasó la tarde saludando, brindando y atendiendo compromisos. Al final, la cabeza le zumbaba y los pasos le pesaban.
—Salva. —Estella lo sostuvo del brazo y lo acomodó en el sofá del cuartito de descanso—. ¿Cómo te sientes?
—Nada grave… —apoyó la nuca y movió la mano—. Un poco mareado. Se me pasa si me quedo aquí.
—Te traigo una toallita caliente para la cara y un vaso con agua tibia y miel. Te va a caer bien.
—Ajá. Gracias.
—¿Gracias de qué? —bromeó ella, y salió.
Regresó con una charola: vaso, cucharita, la toalla humeante.
—Salva… —lo llamó quedito.
Él no respondió. Estella se acercó con la toalla en la mano, lista para limpiarle la frente.
De golpe, Salvador abrió los ojos. Estaban nítidos, alerta.
—¿Qué haces?
—Yo… —ella titubeó—. Te vi dormido y quise refrescarte un poco.
—No hace falta. —Él se incorporó, la