En otras palabras, lo de Luciana era puro sentido del deber. El corazón de una mujer, al fin, es un laberinto: imposible de leer del todo.
Pasadas las dos de la tarde, Luciana salió del Hospital UCM. Estos días solo estaba entrando a quirófano; el resto lo dejaron a cargo de sus residentes y del equipo. Todos sabían que Miguel Guzmán había fallecido, y se ofrecieron a cubrirla.
Ese día no había llevado auto; tendría que pedir taxi. Mientras esperaba en la esquina, un carro se detuvo frente a ella: Enzo Hernández bajó la ventanilla.
—Luci.
Sonrió con cariño y un toque de cautela, casi queriendo agradarle—. ¿A dónde vas? Yo te llevo.
Luciana quiso negarse, pero había asuntos que ya no podía fingir que no entendía. Terminó subiendo.
—A la Casa Guzmán —dijo—. ¿Ubicas?
—Claro. —Enzo asintió con una sonrisa—. Todo lo que tiene que ver contigo lo conozco.
Su hija había vivido tanto tiempo en esa casa… ¿cómo no la iba a ubicar?
Luciana giró el rostro hacia el parabrisas y ya no habló. El auto