Cuando los dos guardaespaldas entraron, se quedaron de piedra.
—¿Alejandro? ¿Sergio?
Alejandro crujió el cuello, los ojos encendidos.
—Perfecto, vengan todos —los retó, haciéndoles seña con los dedos—. ¡De una vez!
Juan y Simón dudaron; jamás golpearían a su propio jefe.
—¿Qué esperan? —gimió Sergio, todavía a medio estrangular—. ¡Muévanse!
Era evidente: Alejandro necesitaba desahogar furia pura.
—¡Vale! —respondieron a coro.
—Pero con cuidado —alcanzó a advertir Sergio—. ¡Cero golpes a la cara!
—Entendido.
Alejandro soltó una risita siniestra.
—Veremos quién lastima a quién…
Los cuatro se enzarzaron. Era más ruido que daño: puñetazos medidos, empujones, sudor. Un combate pensado para agotar a Alejandro sin herirlo.
Aun así hubo roces. Un golpe de Simón impactó el tórax de Alejandro; este se quedó rígido, los ojos fijos, y cayó redondo al suelo.
—¡Alejandro! —gritaron los tres, alarmados.
Simón, lívido, se arrodilló.
—No le pegué fuerte, lo juro…
Miraron a Sergio buscando instrucciones