Mateo le dio una nalgada.
Un dolor de rabia la invadió.
— Parece que aún no has aprendido la lección —dijo Mateo con voz gélida.
Después de un rato, Lucía no pudo soportar más su tormento. Era demasiado inexperta y dejó escapar una voz suplicante:
— No... ya no más... por favor, te lo suplico ya déjame ir...
Mateo observó a Lucía tendida sobre la mesa, frágil como si careciera de huesos. Su cabello despeinado se extendía por la superficie, sus mejillas ruborizadas y su frente perlada de sudor. La camisa colgaba floja en su cintura, las medias habían sido arrancadas y la falda estaba subida hasta el nacimiento de los muslos. Las lágrimas no dejaban de caer, su nariz enrojecida, sollozando y encogida como una pequeña criatura maltratada.
No tuvo corazón para seguir y la tomó en sus brazos, sentándola sobre él.
Lucía ya no pensaba con claridad. Había llorado tanto que su voz se había vuelto ronca y su visión borrosa. Era como una muñeca rota en los brazos de Mateo, incapaz de resistirse.