Pero de repente se escuchó una voz dura junto a su oído.
—¿Sabes que soy el esposo de tu hermana?
Adriana se quedó inmóvil y levantó la mirada hacia Mateo, descubriendo que sus ojos fríos estaban clavados en ella. En su mirada no había ni rastro del deseo que caracterizaría a un hombre normal, sino un destello helado, como si ella estuviera representando una obra en solitario. Un escalofrío le recorrió la espalda.
Adriana apretó los puños, esforzándose por mantener la compostura mientras suavizaba su tono: —Por supuesto que sé que eres mi cuñado.
Mateo frunció el ceño.
Al verlo, Adriana intentó ser servicial: —Mateo, ¿te duele la cabeza? Déjame darte un masaje.
Apenas iba a tocarlo cuando Mateo respondió con frialdad: —Si sabes que soy tu cuñado, ¿no deberías acaso entonces conocer tus límites?
Adriana notó su distancia, como si no tuviera el más mínimo interés en ella. ¿Cómo era posible? ¿Qué hombre no se sentiría atraído por una mujer joven y hermosa?
Con una sonrisa forzada, insisti