Capítulo 5.
—Está bien, está bien.

Pronto dejaría de verlos, ya no molestaría a su pequeña familia perfecta con Wendy.

Volví a la escuela, me mudé al dormitorio y continué perfeccionando mis apuntes de investigación farmacéutica.

Al día siguiente, mientras iba a la biblioteca con Derek, me topé con Alex y Ricardo. No obstante, fingí no verlos, busqué un asiento, abrí mi cuaderno y seguí escribiendo, palabra por palabra.

Wendy los arrastró para sentarse cerca de mí, y de vez en cuando, escuchaba la risita de la niña, mientras Alex y Ricardo le acariciaban la cabeza.

—Compórtate. En unos días nos iremos al Caribe.

Al escuchar sus palabras, sentí me costaba respirar, así que me levanté y fui a beber agua. Para cuando regresé, mi cuaderno estaba en manos de Wendy.

Alex y Ricardo habían ido a buscar libros en las estanterías, así que Wendy estaba sola, arrancando páginas de mi cuaderno.

Las alarmas sonaron en mi cabeza y corrí a arrebatárselo. Ella se tiró dramáticamente al suelo, golpeándose la frente con una silla, tras lo cual gritó del dolor.

Los estudiantes en la biblioteca se volvieron a mirarnos.

Con manos temblorosas, abrí mi cuaderno, para ver que mis cinco años de apuntes de investigación farmacéutica, estaban hechos trizas. La mayoría de los pedazos estaban mojados, provocando que la escritura fuera borrosa e ilegible. En la única página intacta, había dibujado una tosca carita sonriente con un marcador. Esa cara me sonreía con dientes descubiertos, amenazante y burlona.

Mi mente zumbaba con un ruido blanco.

Entonces, Ricardo se acercó de inmediato, gritando sin molestarse en saber qué había pasado:

—¿Ámbar, por qué empujaste a Wendy?

Alex, con el rostro oscurecido por la ira, la ayudó a ponerse de pie, mientras cada vez más personas se congregaban a nuestro alrededor.

Derek, que había estado hojeando unos libros, se apresuró a llegar hasta nosotros, vio mi cuaderno, luego mi expresión, y entendió rápidamente:

—¿Tus apuntes fueron destrozados?

La expresión airada de Ricardo se congeló mientras se acercaba y veía mi cuaderno. Tras un largo momento, frunció el ceño.

—Esto no puede ser posible, Wendy no lo haría...

—Vámonos —le dije con calma a Derek, sin esperar a que Ricardo terminara.

¡Qué extraño!; debí haber estado furiosa, debí haber perdido el control como tantas otras veces, gritándole a Wendy o incluso golpeándola. Luego debí haber peleado amargamente con Alex y Ricardo, porque ellos la defendían y consentían. Pero en ese momento, solo quería irme.

Había discutido con ellos durante cuatro años. Años llenos de incontables peleas, que siempre habían terminado en el mismo resultado. Ahora, ya no quería pelear más. De todas formas, en unos días me iría.

Recogí mi cuaderno arruinado y salí de la biblioteca.

Alex me siguió, escuché su voz, fría como siempre, pero con un matiz de incomodidad:

—Dame el cuaderno. Intentaré restaurarlo para ti.

—No te molestes —respondí con indiferencia.

De todos modos, pronto me iría.

Ese cuaderno habría sido para Ricardo, que alguna vez mostró interés en la medicina farmacéutica.

Caminé hacia el final del pasillo, cuando, de repente, algo pareció apoderarse de Alex; y ese hombre que no había querido decirme ni una sola palabra en años, me alcanzó y me tomó del brazo.

—Ámbar, ¿qué... qué te pasa últimamente?

Su voz llevaba un dejo de ansiedad, pero no me volteé, solo extendí la mano y retiré suavemente la suya.

Permanecimos en silencio un rato hasta que volvió a hablar:

—Wendy es solo una niña. Si realmente rompió eso, no pudo haber sido intencional.

¿Así que eso era? ¿Tenía miedo de que yo le guardara rencor a Wendy y la empujara por las escaleras de nuevo, en un arranque de ira?

Y yo que pensé que, solo por esa vez, estaría dispuesto a tomar mi lado.

Sentí que la comisura de mis labios se movía, divertida por mi propia tontería, mientras entraba al ascensor y presionaba el botón para cerrar las puertas.

Ese corazón que siempre se negaba a rendirse, por fin se calmó, convirtiéndose en aguas quietas. De alguna manera, ya no me sentía triste.

Mientras las puertas del ascensor se cerraban, dije suavemente:

—Está bien, no te preocupes.

Alex se apresuró hacia el ascensor, tal vez intentando detener el cierre, pero ya era tarde. En la última mirada que le di, creí ver pánico y confusión en sus ojos.

Antes de irme, revisé mi equipaje una última vez.

Al mediodía, Derek me invitó a almorzar para hablar sobre el proyecto de investigación del envenenamiento por plata.

Al salir del restaurante, Ricardo me llamó de repente. Contesté, pero él guardó silencio un largo momento.

Pensando que podría haber llamado por accidente, estuve a punto de colgar cuando finalmente preguntó:

—¿Cuándo vuelves a casa?

Me quedé atónita y no pude evitar preguntarme si en realidad no habría querido llamar a Wendy. Aun así, respondí:

—He estado ocupada en la escuela últimamente, así que no volveré.

—¿Ni siquiera esta noche? —insistió él.

No entendí su repentino interés, pero inventé una excusa:

—Tengo planes con unos compañeros esta noche.

Dicho esto, siguió otro largo silencio.

—Hoy es el cumpleaños de Alex y el mío —continuó torpemente, después de un rato.

Me quedé sin palabras por un momento.

Durante muchos años, era yo quien planeaba sus cumpleaños, les compraba pasteles, reservaba lugares, y elegía sus regalos con meses de anticipación. Pero ese año...

Sin embargo, antes de que pudiera reaccionar Derek tomó mi teléfono y dijo:

—Ámbar preparó regalos de cumpleaños para ustedes dos, los verán cuando lleguen a casa.

Miré a Derek sorprendida, y él me guiñó un ojo. Luego me explicó que había enviado a Alex y Ricardo un paquete con mi carta de aceptación en el proyecto de aislamiento de quince años, junto con unas grabaciones de la directora del orfanato confirmando el fraude de la identidad de Wendy.

Reí suavemente y negué con la cabeza. Si lo creían o no, ya no me importaba.

Tomé mi maleta ya empacada y reservé el próximo vuelo disponible, antes de salir de la escuela y dirigirme al aeropuerto con Derek.

Mientras el avión ascendía a treinta mil pies, toda la Ciudad del Norte desaparecía poco a poco de mi vista.

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