Capítulo 2.
Sin mi interferencia, la habitación del hospital pronto recuperó su atmósfera alegre.

Wendy giraba frente al espejo, admirando su vestido de la Diosa de la Luna con un deleite puro, y su voz rebosaba emoción al hablar:

—La semana pasada, todos en mi clase hablaban de lo hermosas que son las islas del Caribe. Cuando sea grande, yo también quiero verlas. ¡Quiero usar este vestido en la playa!

—¿Por qué esperar a que seas grande? —preguntó Alex, acariciándole la cabeza con afecto—. No es para tanto; podemos ir este mismo año.

Ricardo rio suavemente.

—Lo dijiste justo a tiempo porque los dos tenemos vacaciones a fin de año, te llevaremos.

Su conversación fluía con naturalidad mientras hacían planes de viaje. En menos de media hora, ya habían reservado los vuelos.

Wendy aplaudió y saltó con alegría, lanzándose a los brazos de Alex y Ricardo. Al cabo de un rato, de repente pareció recordar que yo seguía allí, por lo que inclinó la cabeza y me preguntó:

—¿Hermana, tú también quieres ir?

Eso me hizo recordar que debía contarle a Ricardo y Alex sobre mi partida; y su pregunta me dio la oportunidad perfecta.

—No puedo. En unos días me iré con la Manada de las Sombras y...

Ricardo me interrumpió con impaciencia:

—Eso no nos incumbe, no tienes por qué decírnoslo.

Las palabras «no volveré en quince años», murieron en mi garganta; y me las tragué en silencio.

Ricardo pareció recordar algo y me miró con frialdad.

—Wendy quiere salir del hospital mañana. Después de que resultó herida por tu culpa, no es conveniente que esté lejos de nosotros. Pensaba pedirle al ama de llaves que prepare una habitación de invitados...

—Que use mi habitación —lo interrumpí en voz baja.

Ricardo se quedó a mitad de frase, quizá pensando que había oído mal, y me miró durante buen rato, con los ojos llenos de incredulidad, hasta que finalmente preguntó:

—¿Qué?

Tras un instante de silencio atónito, Alex también frunció el ceño. Probablemente creyendo que lo hacía por despecho, su tono se volvió irritado:

—No tienes que ser así, sé que eres rencorosa, pero cuando Wendy se recupere puede volver a su propio lugar.

—Dejen que se mude —insistí, mirándolos con seriedad—. Es joven y necesita cuidados, es poco práctico que tengan que estar yendo y viniendo todo el tiempo. Además, hace años que apenas paso por casa, la habitación principal le vendrá mejor...

¡BANG!

Ricardo lanzó su bandeja de comida sobre la mesa de centro. El estruendo repentino cortó mis palabras. Su expresión se oscureció. Seguramente, pensaba que seguía fingiendo. Sin embargo, ayudó a volver a Wendy a la cama, tomó un libro de cuentos y se sentó a su lado para leerle.

Como tantas veces en los últimos años, volví a convertirme en la presencia incómoda y no deseada, así que me puse de pie y recogí mi bolso de la silla. Cuando hablé nuevamente, la garganta me ardía:

—Me voy.

Nadie respondió.

De pronto, recordé que muchos años atrás, cuando nuestros padres murieron en el incendio, Ricardo me había sostenido con los ojos enrojecidos por el llanto y, con esa misma voz suave, me había consolado, tembloroso:

—Todavía tienes a tus hermanos mayores, mientras estemos aquí, nunca estarás sola.

¡Mentiroso!

Por alguna razón, aun después de todo lo ocurrido, la nariz me picó por las lágrimas contenidas.

Aquella noche volví corriendo a la escuela y me dirigí al laboratorio para terminar un experimento pendiente, ya que solo me quedaban siete días para marcharme. En ese tiempo debía concluir todo, desde mis estudios, hasta mis asuntos personales en la Ciudad del Norte, por lo que me dediqué a trabajar casi toda la noche.

A la mañana siguiente, tras una breve siesta, regresé a casa, tenía que vaciar la habitación principal para Wendy.

La sirvienta Omega me ayudó a empacar mis cosas en la habitación de invitados, refunfuñando indignada:

—¿Cuándo se ha visto que la heredera de la casa le ceda la habitación principal a una forastera?

—No importa. De todos modos, no me quedaré mucho tiempo aquí —respondí, sin dejar de guardar mis libros y mi ropa en las maletas.

A mis espaldas, una voz helada rompió el silencio de repente:

—¿Y exactamente a dónde piensas ir?

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