Capítulo 3.
Me di la vuelta para encontrar a Alex parado justo detrás de mí; su llegada había sido sumamente silenciosa.

Su expresión era gélida, con la mirada fija en mi maleta ya completamente empacada.

Ricardo estaba apoyado en el marco de la puerta del dormitorio, observándome con una mirada igualmente fría. Wendy los había seguido y miraba mi equipaje en silencio; la anticipación apenas disimulada en sus ojos era imposible de ignorar.

Por un momento, consideré decirles la verdad, pero, entonces, recordé las palabras impacientes de Ricardo:

«Esas cosas no son asunto nuestro, no tienes que contarnos».

De repente, no me atreví a hablar con sinceridad. Pensé que de esa manera, cuando finalmente me fuera, al menos podría mentirme a mí misma, fingiendo que no sabían que me marchaba, en lugar de admitir que no les importaba.

Metí la mano en el bolsillo del abrigo, y los nudillos me dolieron por apretar el puño con tanta fuerza. No obstante, hablé con una falsa despreocupación:

—Solo estoy moviendo mis cosas para cambiar de habitación. Como dije, la habitación principal es para Wendy.

La expresión de Ricardo se suavizó ligeramente, pero pronto volvió a endurecerse y dijo con severidad:

—Wendy no se quedará aquí. La empujaste por las escaleras hace solo unos días, ¿crees que nos sentiríamos cómodos dejándola vivir bajo el mismo techo que tú?

—Entonces me mudaré a la residencia del campus —respondí automáticamente.

La expresión brevemente suavizada de Ricardo se tornó muy oscura.

De verdad, no era mi intención provocarlo, pero, con mi partida inminente, solo quería dejar de complicarles la vida.

Wendy puso cara de inocente.

—Esta es tu habitación, hermana. No puedo aceptarla.

—No te preocupes —respondí con frialdad—. Cuando me vaya, no volveré.

Wendy no pudo evitar esbozar una sonrisa, pero, al darse cuenta de su desliz, bajó la cabeza rápidamente.

—¿A quién estás amenazando? —gritó Ricardo con furia.

—Si quieres irte, entonces vete —repuso Alex, riendo fríamente—. ¿Pensabas que alguno de nosotros te rogaría que te quedaras?

No dije nada más, solo seguí empacando mis pertenencias.

Después de vivir más de veinte años en esa casa, había acumulado demasiadas cosas, pero no podía llevármelo todo, así que seleccioné solo lo esencial y los objetos que mis padres me habían dejado antes de morir. Aun así, llené dos maletas grandes que tuve que arrastrar hacia la puerta.

—Si tienes el valor de irte, ¡no vuelvas! —resonó la furiosa voz de Ricardo, detrás de mí.

Luché con el pesado equipaje hasta bajar las escaleras y salir por el vestíbulo.

A mis espaldas, la voz enojada y sarcástica de Ricardo continuó:

—Después de tantos años de drama, por fin tendremos paz y tranquilidad. ¡No vuelvas arrastrándote cuando no puedas aguantar ni tres días sola!

Pensaba devolverme para tomar un paraguas, pero sus palabras me dolieron tanto que salí directamente bajo la lluvia torrencial.

El aguacero era intenso, por lo que me empapó por completo en segundos. Al cruzar el jardín, la lluvia nubló mi visión.

Sin embargo, la voz alzada de Ricardo seguía resonando detrás de mí:

—¡De ahora en adelante, quien se atreva a abrirle la puerta puede irse con ella!

Mis ojos ardían tanto que apenas podía abrirlos; no sabía si era la lluvia o las lágrimas las que me cegaban.

Poco después, la sangre empezó a filtrarse por la manga de mi abrigo empapado. La herida en mi mano apenas cicatrizada, tras mover el equipaje escaleras abajo, se había reabierto y había comenzado a sangrar de nuevo.

Hacía mucho tiempo, en el incendio que se había cobrado la vida de nuestros padres, me había quemado gravemente protegiendo a Ricardo, y mi lobo estaba tan dañado que había perdido la mayoría de sus habilidades de autocuración. Sin embargo, no sentía dolor, solo un entumecimiento en todo el cuerpo mientras arrastraba mis maletas lejos de la mansión y me preguntaba si los dormitorios de la escuela seguirían abiertos a esas horas, porque la verdad era que no tenía idea de a dónde iba.

Wendy salió corriendo tras de mí, diciendo con una voz dramática y llorosa:

—Hermana, lo siento, por favor no te vayas. Si no te gusto, puedo irme yo.

Tras ella, llegó la voz urgente de Ricardo reprendiéndola:

—Wendy, tú no eres quien debe irse. ¡No puedes empaparte bajo la lluvia!

Intenté sonreír, pero no pude. Mi lobo ya estaba debilitado por las quemaduras antiguas, y esos últimos días me había estado agotando poco a poco. Ahora, empapada por el aguacero, mi visión comenzó a oscurecerse.

Justo cuando mi cuerpo empezó a ceder, de repente, una mano fuerte me sostuvo, y, al mismo tiempo, la lluvia que golpeaba mi cabeza cesó. Con un gran esfuerzo, levanté la mirada. Tras un momento de confusión, reconocí a Derek, el Alfa de la Manada de las Sombras.

Yo había estado trabajando incansablemente para resolver el problema del envenenamiento por plata entre los hombres lobo, y él admiraba mis habilidades en investigación farmacéutica, por lo que me había invitado varias veces a unirme a su manada como la Jefa de los Sanadores. Sin embargo, el proyecto contra el envenenamiento por plata era demasiado importante y los descubrimientos de la investigación no podían filtrarse, así que requería de un aislamiento total del mundo exterior, durante al menos quince años; por eso había rechazado la oferta tantas veces antes.

No obstante, esta vez fue diferente, había aceptado porque no me quedaba nada ni nadie por lo que valiera la pena quedarse.

Su auto esperaba bajo la lluvia torrencial. Sin preguntar, tomó mi equipaje y lo colocó en el maletero.

La risa fría de Ricardo llegó desde atrás.

—¿Te vas tan rápido? Veo que ya encontraste una protección poderosa.

«Debió haberme seguido para presenciar mi miseria.»

Derek notó mi estado lamentable y me preguntó con enojo:

—¿Por qué sigues considerándolos tus hermanos? De todas formas, en unos días te irás…

—¡Alfa! —lo interrumpí, bruscamente.

Derek guardó silencio de inmediato, abrió la puerta del auto y me empujó con firmeza hacia dentro.

Por el rabillo del ojo vi cómo el rostro de Ricardo se ensombrecía al instante.

—¿Qué estás insinuando, Derek?

—¿Qué insinúo? En unos días lo descubrirás —respondió Derek con desdén.

El corazón se me subió a la garganta, mientras que Ricardo quedó paralizado, como si no pudiera procesar lo que sucedía. Tras un largo instante, cuando el auto estaba a punto de partir, corrió para abrir mi puerta, pero Derek ya había entrado y cerró rápidamente el vehículo con llave.

A través de la ventana y las cortinas de lluvia, apenas pude distinguir los labios de Ricardo formando las palabras:

—Ámbar, ¡baja del auto!

Su expresión era de enojo, pero también estaba mezclada con algo más, algo inusual que no supe identificar. No pude entenderlo, solo sabía que, para entonces, mi partida probablemente les sería indiferente, tanto para Alex como para él.

Cerré los ojos, negándome a mirarlo de nuevo.

Mientras el auto se alejaba, el espejo retrovisor mostró a Ricardo todavía allí, inmóvil bajo la lluvia.

Derek siguió refunfuñando con enojo:

—Estás herida y te echan a la intemperie bajo este aguacero. Realmente, no entiendo por qué regresaste, solo para que te trataran así.

Me giré para mirar la lluvia torrencial a través de la ventana.

Tras un largo silencio, comenté suavemente:

—Antes eran muy buenos conmigo.

Derek no me creyó. Lo había conocido en la universidad; por lo que nunca vio cómo Alex y Ricardo me cuidaron alguna vez.

Mis ojos se humedecieron, y repetí con sinceridad:

—De verdad. Alguna vez fueron muy, muy buenos conmigo.

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