Serhan fue a la sala y se acercó a Feride.
—No vuelvas a encerrar a mi esposa.
Feride alzó una ceja, sin inmutarse.
—Hablas como si esa mujer te importara.
—No se trata de eso.
—Te diré de qué se trata, esa muchacha aún no ha aprendido a comportarse como la esposa de un Karahan.
—Es una estudiante, no una prisionera.
—¿Y qué crees que pensarán los demás si la ven vagando sola por la ciudad, sin tu compañía? ¿Qué clase de imagen proyectará de ti, de nosotros?
Serhan exhaló con impaciencia y se llevó una mano al cabello.
—No me interesa lo que piense la gente.
—A mí sí —replicó Feride con frialdad—. Y mientras viva bajo este techo, también debería interesarte a ti. —El silencio volvió a tensarse entre ellos.
La mirada de la anciana era dura, pero había algo más detrás: una sombra de inquietud.
—No te engañes, hijo —dijo tras unos segundos, con voz más baja, casi maternal—. No confundas compasión con deseo.
Serhan alzó la cabeza bruscamente, como si la palabra lo hubiera golpeado.
—Sí.