Mientras avanzaba hacia otro día de trabajo en la oficina, el sonido amortiguado del motor llenaba el coche, pero la mente de Natan estaba en otro lugar.
Miraba la carretera como si cada vehículo fuera un obstáculo entre él y lo que realmente importaba: Francine.
Era increíble. Después de todo, ella ni siquiera había mandado un mensaje.
Ni un emoji, ni un “gracias por las flores”, ni un “búscate ayuda”. Nada.
Apretó el volante con más fuerza de la necesaria, sintiendo los nudillos tensarse por un segundo.
Quizá no las recibió.
Quizá alguien más se quedó con el ramo.
O quizá… simplemente lo ignoró.
Y esa última posibilidad era inaceptable.
Las flores habían sido un gesto simbólico, solo para romper el hielo. Una apertura. Una invitación.
Pero ignorarlo. Pasar por encima como si fuera uno más en la fila…
“Francine no es así”, pensó. “O… no era.”
Quizá ese era justamente el problema: ya no sabía quién era ella. No de verdad.
Había pasado tiempo. Demasiado tiempo.
Y para empeorar todo, ya