El Alfa Romeo negro se detuvo frente al edificio. Salvatore apagó el motor sin prisa. No necesitaba anunciar su presencia. Su sola energía bastaba para llenar el ambiente de tensión. Bajó del coche y caminó con paso seguro, dándole una mirada al hombre de la recepción que tomaba el teléfono para anunciar su llegada.
—No pierdas tu tiempo. No necesito ser anunciado —dijo, y continuó hacia el ascensor.
Al salir, se detuvo frente a la puerta. Tocó una sola vez. El sonido fue firme, seco, definitivo.
Elena abrió, visiblemente alterada. Al verlo, palideció un poco, aunque se obligó a sonreír.
—Salvatore... Qué sorpresa —dijo con una voz que temblaba más de lo que ella hubiera querido.
—¿Dónde está? —preguntó él sin rodeos, cruzando el umbral sin esperar invitación.
El interior olía a cigarrillo rancio y perfume barato. Elena cerró la puerta tras él con nerviosismo.
—¿Dónde está quién? —intentó fingir, sabiendo que era inútil.
Salvatore se giró despacio, con la mirada encendida de una rabia