Oslo los recibió con un cielo blanco y silencioso. Las calles parecían hechas de cristal, y el aire cortaba como un bisturí. Luciana observaba por la ventanilla del taxi los edificios elegantes, el reflejo del invierno sobre los ventanales y los rostros apurados de los transeúntes. Se sentía como si hubiese entrado en una versión paralela de su propia vida.
A su lado, Alexander tomó su mano, sin decir nada. Era un gesto simple, pero en él habitaba toda la certeza del mundo.
El hotel era sobrio, elegante. Les dieron una suite con dos ambientes. La organización del Congreso de Literatura y Verdad había cubierto todos los gastos, e incluso habían incluido seguridad adicional tras la exposición mediática que había generado su historia.
Luciana se sentó frente a la ventana con una taza de té humeante. Alexander la observaba desde el umbral de la puerta del dormitorio, como si temiera interrumpir su silencio sagrado.
—Parece que al fin llegamos al lugar donde nos atrevimos a contar todo —di