El amanecer llegó con una luz dorada que se filtraba entre las cortinas del estudio. Luciana no se había movido del escritorio en toda la noche. El cuaderno estaba abierto frente a ella, con las últimas palabras de lo que sabía que ya no era solo un libro, sino un manifiesto.
A su lado, Alexander dormía en el sofá, con un brazo colgando y el rostro sereno, aunque su sueño era liviano y vigilante. La imagen le pareció tan dolorosamente hermosa que Luciana deseó poder detener el tiempo, vivir por siempre en ese instante suspendido entre el silencio y la decisión.
Tomó el manuscrito, lo imprimió completo y colocó una hoja de portada escrita a mano:
“La verdad no pide permiso. Solo encuentra su voz.”
Despertó a Alexander con suavidad. Él abrió los ojos y se incorporó con lentitud, como si ya supiera lo que iba a escuchar.
—Hoy es el día —dijo Luciana.
Él asintió.
—Hoy decidimos si somos los autores… o solo los personajes de esta historia.
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La editorial independiente que había publicado E