El amanecer había llegado con un cielo gris plomo, como si el mundo supiera que ese día no iba a traer consuelo. Luciana se despertó antes que Alexander. Se había acostumbrado al insomnio, pero esa mañana era distinto. Había algo en el aire: la presión de lo inminente, el eco de una amenaza que aún no tenía forma.
Caminó descalza hasta la cocina, preparó café con movimientos automáticos y encendió el viejo radio de sobremesa. Una interferencia intermitente llenaba el ambiente hasta que una voz masculina, distorsionada, rompió el silencio:
—“La historia la escriben los sobrevivientes. ¿Estás lista para no serlo?”
Luciana soltó la taza. El cristal se hizo trizas contra el suelo.
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Alexander despertó con el estruendo. Corrió hacia la cocina, donde encontró a Luciana inmóvil, temblando.
—Volvieron a hablar —susurró ella—. Esta vez por radio.
Alexander cerró el aparato de un golpe seco.
—Están escalando. Y eso solo significa una cosa: tienen miedo.
Luciana lo miró, sus ojos oscuros cargado