Edward
Regresé de Siena entrada la tarde, con la cabeza saturada de papeles, firmas y llamadas que no habían servido para nada. El trayecto entre los viñedos, normalmente apacible, se me hizo más largo de lo habitual. Había algo que no terminaba de encajar desde la mañana, una sensación incómoda que no lograba sacudirme.
La casa estaba demasiado silenciosa.
No era el silencio usual de la hacienda —ese que se apoya en los muros antiguos y en la rutina del personal—, sino otro distinto, más vacío. Pregunté por Grace casi por inercia.
—Salió al pueblo, signore —me respondió una de las empleadas—. Dijo que regresaría en una hora. Y se fue sola, no quiso llevar al personal de seguridad. —me tensé, ya habíamos hablado de ello. No debía de salir sin su persona de seguridad, y en primera, ¿Por qué mierda nadie me dio aviso de su salida? Caminé hacia la salida, abrí la puerta principal, el hombre italiano de traje oscuro se giró hacia a mí.
—Estás despedido. —y azoté la puerta de regreso, tiré