Cierto día, Jordan fue directo a la habitación de Simone. Llevaba una bolsa en la mano y una expresión de nervios, como quien sabe que está a punto de enfrentar la cólera de una reina herida. Tocó suavemente la puerta, y apenas unos segundos después, Simone abrió con una sonrisa ansiosa que apenas pudo disimular.
—¡Ven, ven! —dijo, tomándola por la muñeca y jalándola dentro del cuarto como si esperara el chisme más jugoso del año—. Cuéntamelo todo. ¿Hablaste con Reinhardt? ¿Qué pasó? ¡No me dejes con la intriga!
Jordan tragó saliva. Se quedó en medio de la habitación, mirando a Simone, que le brillaban los ojos con entusiasmo puro, como si esperara una historia de amor sacada de una novela. Pero Jordan no dijo nada enseguida. Se limitó a alzar la bolsa que llevaba en la mano, como quien porta un cadáver, y la sostuvo entre ellas.
—Antes que nada… —empezó Jordan, con tono de funeral—. Quiero disculparme contigo.
Simone ladeó la cabeza, frunciendo el ceño.
—¿Disculparte? ¿Por qué? ¿Qué