Los controles prenatales comenzaban a ser una agradable tortura para Verónica. Siempre que acudía a uno, salía de la sala asombrada, con ese sentimiento de conexión que no podía ser ignorado. Escuchar los latidos del corazón de su bebé cada día más fuerte y rápido, ver su pequeña silueta en la pantalla de la ecografía, especialmente cuando se movía, la llenaba de una profunda alegría. Por lo general asistía sola; sin embargo, en ese día, Rodrigo se había ofrecido a acompañarla.
—¿Está todo bien? —preguntó el hombre queriendo conocer todos los detalles.
—Es perfecto. Un niño muy sano. ¡Felicidades! —respondió el doctor, intuyendo que era el padre.
—¿Y mi… drogadicción no afectará en su desarrollo? —se atrevió a cuestionar aquello que le había estado atormentando durante las últimas semanas. Había investigado un poco y sabía que, debido a tener padres que habían sido consumidores, podría acarrearles alguna secuela al bebé.
—Tranquila —le sonrió el especialista, transmitiéndole la confi