Cuando un suave jadeó que ya no era de dolor, se escapó de los labios de Celeste, Erick comenzó a moverse. Al principio fue lento: un empuje suave, profundo, saliendo casi por completo antes de volver a entrar, dándole tiempo a su cuerpo para ajustarse a su tamaño.
Los ojos del hombre estaban fijos en los de ella, vigilando cada expresión, cada suspiro. Pero ya no hubo más quejidos, poco a poco el ardor inicial dio paso al placer, un calor que se expandía desde su centro hacia todo su ser.
Ella lo sentía llenándola por completo, cada movimiento enviando ondas de éxtasis que la hacían arquear la espalda y clavar las uñas en los músculos hombros del hombre.
Erick gruñía bajo, disfrutando de cada segundo: la calidez apretada alrededor de él, los gemidos suaves de Celeste que lo volvían loco, la forma en que su cuerpo respondía al suyo como si estuviera hecho a medida para él. Era un placer tortuoso, primitivo, que lo hacía sentir vivo como nunca nada lo había hecho.
Celeste, por su par