La voz de Enzo le hizo cosquillas en la nuca, cuando firme y decididamente le advirtió a su hermana que no iba a tolerar que le volviera a poner una mano encima.
—¡¿Y usted quién se cree que es para darme órdenes?! —replicó de forma altanera.
—Soy la persona que tiene el poder para hacer que tu maldita beca desaparezca para siempre —habló tajante, dejándola en silencio.
—Enzo, no, por favor…
Valeria no tuvo más remedio que intervenir. Si dejaba que su marido cumpliera con su cometido, entonces, su hermana, ahora sí, la odiaría para siempre.
—Vámonos —la tomó del brazo jalando de ella.
Rápidamente, le dedicó una última mirada a su madre, antes de desaparecer del lugar al lado de su marido.
—Te dije que no podías venir aquí —comenzó cuando se habían alejado los pasos suficientes para no ser vistos ni escuchados—. ¿Por qué no me escuchas? Soy tu marido y debes obedecerme.
—¡Tú lo has dicho, Enzo! ¡Eres mi esposo, no mi prisionero! —repuso con cansancio—. Así que trátame como tu igual,