Horas después, Francisco entró en la habitación sin hacer ruido. Su madre ya se había ido y ella había simulado dormir, aunque en realidad su cabeza no dejaba de dar vueltas sobre el mismo asunto.
El hombre se acercó a la cama con cuidado y se sentó al borde, mientras le rozaba la mejilla con los nudillos.
—Amor… —susurró—. Sé que estás despierta.
Abrió los ojos, maldiciendo por no haber podido dejar esta conversación para otro momento. Uno en el que no se sintiera tan miserable, por lo menos.
—Estoy tan feliz, Celeste —continuó él, ajeno a todo lo que sentía—. Tan feliz de que hayas aceptado. Ya eres mi prometida.
Técnicamente no había dicho que sí. Ni una sola palabra, en realidad. Pero el anillo brillaba en su dedo desde que desperto y toda su familia había aplaudido y él había llorado de alegría mientras la abrazaba inconsciente.
—Había pensado… ¿qué tal si nos casamos en dos meses? —propuso, de repente—. Antes de que termine el año. Sería perfecto.
Dos meses.
Sesenta días pa