El amanecer se filtraba por los ventanales del penthouse, dibujando líneas de un gris pálido sobre el suelo de mármol. Yo no había dormido. Había pasado la noche en un sillón junto a la cama, observándola. Viéndola respirar. Cada inhalación suya era un ancla que me impedía salir a la ciudad y desatar el infierno que ardía en mi interior.
Ivy dormía finalmente, pero no era un sueño plácido. Era el sueño pesado y sin sueños del agotamiento absoluto. De vez en cuando, un murmullo se escapaba de sus labios, su ceño se fruncía, y yo tenía que reprimir el impulso de tocarla, de asegurarle que estaba a salvo. Pero no lo estaba. Ninguno de los dos lo estaba. Y era mi culpa.
La rabia que sentía hacia Adrian Castellanos era una bestia fría y paciente. Ya no eran celos, esa emoción territorial y primitiva. Era algo más profundo. Era el odio puro hacia alguien que había tomado la confianza de Ivy, una confianza construida a lo largo de una vida, y la había convertido en un arma para herirla. Habí