La mañana después de la revelación de la traición de Adrian, el mundo parecía tener los bordes más afilados y los colores más fríos.
Me desperté en el apartamento de Xander, sola en su inmensa cama. La noche había sido un borrón de estrategia y silencios compartidos. Él se había negado a compartir habitación conmigo, como antes, y había ido a dormir en el cuarto de huéspedes.
Recordé que esa distancia era la consecuencia de mis errores y aunque me sentía mal por eso. Había un tema más reciente que me atormentaba: Adrian.
A pesar de las horas que habían pasado, el dolor seguía ahí, como un peso sordo en mi pecho, pero ya no era paralizante. Se había transformado en un combustible helado, en una claridad cortante que guiaba cada uno de mis pensamientos.
Me miré en el espejo de su baño. El rostro que me devolvió la mirada era el de una extraña. Había ojeras, sí, pero mis ojos tenían un nuevo brillo, uno que no era de felicidad, sino de una determinación implacable. La mujer que había llo