EMILIA
— Si se te ocurre hacer algo, no tienes idea de con quién te estás metido, Lucinda —. Escuchamos la voz de Thomas con un tono amenazante.
El pasillo del hospital parecía no tener fin. Las luces blancas del techo parpadeaban de manera intermitente, como si el edificio entero respirara con dificultad. Caminábamos en silencio, mi hermana y yo, nuestras pisadas amortiguadas por el suelo plastificado y el temblor que se extendía por mis brazos. Aún tenía la piel erizada después de escuchar aquella conversación clandestina entre mi madre y Thomas Moretti.
— No te tengo miedo. Sabes que nos hundimos los dos —. Masculló mi mamá.
¿Qué le habría provocado el ataque de ansiedad severo? ¿Había tenido que ver con que ella estuviera con Thomas y en realidad no fue un encuentro casual?
Sofía no soltaba mi mano. Tampoco yo la suya. Era como si, al mantener ese contacto, nos aferráramos a una especie de verdad compartida. Una versión de nuestra historia que, por primera vez, estábamos descubr