El coche rugía a través de las calles de Miami, las luces de neón deslizándose como pinceladas de acuarela sobre el parabrisas. Valeria, en el asiento trasero, sostenía a Sofía y Gabriel contra su pecho, sus pequeños cuerpos cálidos temblando bajo el peso de la incertidumbre. Clara, a su lado, mantenía una mano protectora sobre los niños, sus ojos verdes brillando con una mezcla de alivio y temor. El aroma a jazmín de Valeria se mezclaba con el olor a cuero nuevo del coche, un recordatorio de la libertad que acababan de arrancar de las garras de la mansión Morales. Pero el peligro aún latía, un pulso oscuro que resonaba en el silencio del guardia al volante.
El vehículo se detuvo frente a un hotel en Coral Gables, su fachada iluminada proyectando un resplandor plateado sobre la noche. Valeria respiró hondo, su voz firme pero cargada de urgencia.
—Déjanos aquí y vete —ordenó al guardia, sus ojos almendrados destellando con una autoridad que no admitía réplica.
El hombre, con el rostro