Me detuve un poco más, tomando una pausa en el camino mientras el aire fresco de la noche me envolvía. Me dirigí hacia el acantilado, donde el vasto y profundo cielo nocturno se desplegaba ante mí, repleto de cientos de miles de estrellas que brillaban como pequeños diamantes en la oscuridad. Cada una de esas estrellas parecía contar una historia, un secreto del universo que solo unos pocos privilegiados podían entender. El cielo era tan inmenso que me hacía sentir pequeño, pero al mismo tiempo, me llenaba de una sensación de calma indescriptible.
—¡Qué elmosho!— gritó Roderick desde mi espalda. No pude evitar reír al escuchar su entusiasmo.
Todavía le costaba pronunciar bien la "r", pero su emoción era tan genuina que me arrancó una sonrisa. No podía evitar sentirme feliz por su inocencia, por esa mirada tan pura y llena de asombro. Era un recordatorio de lo simple y hermosa que podía ser la vida, si se miraba con los ojos correctos.
Me detuve cerca del borde, pero no lo suficiente