Me quedé cerca de la mesa del desayuno, aún en bata. Mis dedos sujetaban con suavidad una taza de té que hacía rato se había enfriado. Scott ya estaba vestido. Estaba junto a la ventana, mirando hacia los jardines. Se suponía que debía irse a la oficina. Había visto a su chófer dar la vuelta hacía media hora. Pero Scott no se había movido.
Cuando por fin pude hablar, le dije en voz baja: —¿No vas a llegar tarde?
Se giró un poco. Nuestras miradas se encontraron. —Me quedo en casa hoy —dijo.
—¿En casa? —repetí, parpadeando—. ¿Por qué?
Caminó hacia mí. —Porque no creo que sea prudente dejarte sola con tu madre.
Apreté la taza de té con fuerza. —Scott, puedo con ella.
—Seguro que piensas que puedes —dijo él—. Pero no es precisamente sutil, Sabrina. Anoche debería haber quedado claro.
Bajé la mirada. Incluso había visto cómo mi madre se inclinaba hacia delante, como si Scott fuera un hombre al que tuviera que seducir, en lugar del marido de su hija.
Aun así —dije—, solo intenta integrarse.