Al llegar al comedor, la imagen que se desplegó frente a ella la dejó petrificada. Alejandro estaba sentado al otro lado de la mesa, con su porte impecable y una mirada que oscilaba entre la furia contenida y el alivio. Diego, a su lado, parecía tranquilo, aunque sus ojos reflejaban cierta tensión, como si supiera que la presencia de Alejandro no prometía nada bueno.
Luciana dio un paso atrás, su instinto gritándole que escapara. Pero antes de que pudiera girarse, la voz grave de Alejandro la detuvo en seco.
—¿Por qué huyes, Luciana? —preguntó con un tono suave, pero cargado de reproche. Su mirada la atravesaba, intensa y penetrante.
Luciana tragó saliva, sin atreverse a responder, pero Alejandro no le dio tiempo para escapar. Se levantó de la silla con calma, su figura dominando el espacio mientras sus ojos seguían clavados en ella.
—Qué bueno que aún tienes tu collar de perlas —continuó, su tono cargado de un sarcasmo apenas perceptible—. Por eso pude rastrearte.
El aire en la sala