La mañana siguiente, la luz suave del sol se filtraba por las cortinas, bañando la habitación en un tono cálido. Luciana despertó lentamente, el dolor y la fatiga todavía presentes en su cuerpo, pero al abrir los ojos, vio a Alejandro sentado junto a ella, con su mirada fija y protectora.
—¿Cómo te sientes? —preguntó él, con voz suave pero cargada de preocupación.
Luciana sonrió débilmente, levantando una mano para acariciar su rostro. —Mucho mejor, amor. Gracias por no dejarme sola... por estar aquí, siempre.
Alejandro apretó su mano, sus ojos reflejando todo el amor que sentía por ella. —No tienes que agradecerme, Luciana. No me voy a separar de ti, nunca más.
Con un suspiro, Luciana trató de incorporarse, aunque el cansancio aún pesaba en su cuerpo. El simple hecho de estar allí, rodeada de la tranquilidad de la habitación y del amor de Alejandro, la hacía sentir más fuerte. Pero algo seguía en su mente, algo que no podía ignorar.
—¿Cómo están los bebés? —preguntó, su mirada buscan