¿Y cómo convenzo a un monje tibetano de ir a una cena de gala con políticos, empresarios millonarios y toda la crema y nata de la ciudad? Fácil. No lo haces.
Llevaba cuatro días rogándole a Tenzin. Cuatro días. Cuatro.
Le llevé café tibetano, juguito natural, un panecito de esos que le gustan con semillas y cosas orgánicas raras. Le recité incluso la lista de causas beneficiosas que estarían apoyando esa noche. ¡Hasta le mencioné que habría música en vivo!
Nada. Que no. Que él no va a esas cosas. Que eso va en contra de su sencillez. Que no se siente cómodo entre tanto lujo. Que no le guste el ruido. ¡Ni la gente en tacones!
Pero yo soy terca. Terca como una mula en huelga.
–Tenzin, por favor, solo acompáñame esa noche. No tienes que hablar con nadie. Solo te sientas a mi lado, viene algo rico y ya. ¿Si? ¿Sííííí? –le decía mientras me colgaba de su brazo como una lapa emocional.
Él me miró con esa carita de paz y resistencia a la tentación. Ya ni me escuchaba. Hasta que un día lo agar