No sé cómo pasó, pero desde que nos quedamos encerrados en ese almacén helado del dojo, con nuestros cuerpos entrelazados como si fuésemos dos piezas de rompecabezas hechas a medida, algo en mí cambió.
Quizás fue su voz grave susurrándome mantras mientras yo me deshacía en lágrimas por una pesadilla. O tal vez fue la forma en que me abrazó como si fuera el centro de su universo, y no una CEO estresada con maquillaje a medio borrar.
Lo cierto es que ahora, cada hora, no está sin escuchar su voz o leer lo que me envía.
—¿No te molesta? —me pregunto siempre al final.
Y yo, con una sonrisa boba, le responde cualquier tontería solo para que no se despida tan rápido. Así que, cuando me di cuenta de que había olvidado mi agenda en el dojo, aproveché. Primero porque esa agenda es mi vida. Segundo, porque era la excusa perfecta para verlo de nuevo.
—Tenziiiin? —canturreo al teléfono, como si fuéramos una pareja de adolescentes en pleno coqueteo.
—Hola, Suzy. ¿Estás bien? ¿Ya acabaste? Me está