Es temprano. Demasiado temprano para ser un sábado. Regresamos a casa al final del día y una semana después estaba teniendo resultados, en mi vida laboral y personal.
Pero algo en mí —o mejor dicho, alguien— me empuja a levantarme muy temprano, ponerme ropa cómoda y caminar hasta la cafetería cerrada con una canasta en la mano.
Mei me había dicho que estarían cerrados por la mañana. Pero llave también me dio una copia de la trasera, con una sonrisa cómplice y un “por si quieres sorprenderlo algún día”.
Así que aquí estoy. En silencio.
Empujo la puerta trasera con cuidado y entra como una ladrona que no quiere robar nada, salva un ratito con él antes de empoderarme e irme a trabajar.
Y ahí está. En el centro del salón.
Sin camiseta. Descalzo.
Estirando su cuerpo como si el sol lo guiara desde la ventana.
Tenzin.
Su respiración es calmada. Firme. Se mueve como si flotara, como si cada músculo entendiera su propósito.
Las gotas de sudor recorren su espalda, bajan por la línea de su cuell