En efecto, vino otro cazador de lobos, ésta vez un búlgaro, Hristo Zhechev. Llegó de noche a la ciudad, desprovisto de armas, con visa de turista, y se alojó en un hotel exclusivo e importante, en el centro. Una vez que se instaló y pagó una semana de estadía, llamó a alguien. -Ya estoy aquí-, dijo tumbado sobre las almohadas.
-Uno de los lobos sale con una chica, la mujer se llama Lucescu pero no es una hembra lobo-, le informó alguien.
-¡Lucescu? ¿Es rumana?-, se interesó Hristo.
-Descendiente, creo, no estoy muy seguro-, subrayó el otro tipo.
-Ya te deposité el dinero en tu cuenta, la otra parte te la entregaré cuando mate al lobo-, enfatizó Zhechev. Luego colgó. En la pantalla de su móvil quedó escrito el nombre del sujeto, Benson McCloud. -Tonto-, dijo Hristo.
A la mañana siguiente se dirigió a los suburbios. Allí averiguó dónde vendían armas de guerra. Fue a una tienda clandestina, escondida en las sombras, en un callejón baldío, tétrico, entre casuchas de pa