Al igual que Waldo, yo también había conquistado todos los rincones de él, hasta el último pedacito del cuerpo de mi amante, sin dejar de tatuarlos con mis labios, con mis caricias, estampando las huellas de mi pasión, igual a una impronta indeleble para que queden toda la eternidad. Y descubrí no solo muchas delicias que me estremecían sino también me convencí que él era un adonis, una divinidad helénica que me trastornaba por completo. En realidad yo lo veneraba con locura a Waldo, lo idolatraba en verdad y nada más quería estar a su lado, dejando que él me abrace, me bese, se apropie de todos mis encantos, que goce con mis tesoros íntimos, que me conquiste plenamente y me lleve al sin fin del espacio con sus afanes y vehemencia.
Comparaba a Waldo con los hombres que eran también mis adoraciones platónicas, a quienes tan solo lo había visto en las pantallas de mi ordenador y que eran muchos. Yo había sido, siempre, muy enamoradiza, y me encandilaban los tipos apuestos y por eso te