Hubo un gran sismo en el país, que alcanzó los siete grados de Richter. Ocurrió cerca de las cinco de la madrugada. Yo dormía apaciblemente sumergida en agradables sueños cuando empezó el formidable remezón, zarandeando mi cama igual si fuera un barco en medio de una gran tormenta. Me asusté mucho, incluso grité aterrada porque pensé que era el fin del mundo. Me calcé las babuchas y traté de ganar la puerta de casa, imaginando que el techo se me iba a caer encima. Las ventanas de la casa tintineaban con furia, los candelabros bailaban igual a figuras fantasmagóricas y el piso parecía abrirse debajo de mis pies. Cuando ya estaba a punto de salir, justo fue menguando el sismo, haciéndose paulatinamente menos violento y finalmente solo quedó un zumbido igual a cientos de abejorros encima de mi cabeza.
-Ufffffff qué susto-, suspiré asustada y angustiada. Entonó timbró mi móvil. Era Hill, mi jefe. -La unidad móvil pasará por tu casa, Lucescu, el epicentro ha sido a una hora de la ciudad