El sol comenzaba a descender, cuando Hesy llegó a las afueras de la ciudad, cerca del bullicioso mercado de pescado. Las chozas de los pescadores se apiñaban a lo largo de la orilla, sus redes colgando para secarse.
La residencia de Sennefer era una pequeña vivienda de adobe, más humilde que las casas de los escribas en el corazón de la ciudad. Un jardín descuidado, lleno de hierbas medicinales, rodeaba la entrada. Hesy llamó a la puerta.
Un momento después, la puerta se abrió un poco, revelando un ojo cauteloso. Sennefer era un hombre menudo y encorvado, con un rostro curtido por el sol y la edad, y una barba blanca que le llegaba al pecho. Sus ojos, sin embargo, eran de un azul sorprendentemente brillante, y miraban a Hesy con una astucia que contradecía su aparente fragilidad.
—¿Qué busca un Capitán de la Guardia Real en la humilde morada de un escriba retirado? —preguntó Sennefer.
—Vengo en busca de verdad, Maestro Sennefer —respondió Hesy—. Y justicia. Para un hombre que ha sido