A la mañana siguiente, Brenda y Johnny despertaron a las siete en punto.
Johnny, aún somnoliento, anunció que no pensaba presentarse en el hospital ese día.
Brenda frunció el ceño de inmediato.
—Debes ir —insistió, preocupada—. Si faltas así nada más, van a sospechar. No quiero que te vean como mi cómplice… no después de todo lo que pasó.
Pero Johnny solo la miró con esa mezcla de calma y determinación que empezaba a desarmarla cada vez más.
La verdad era inevitable: él ya era su cómplice. Involucrado hasta el fondo. Y no había vuelta atrás.
Brenda lo sabía.
Johnny también.
Y, aun así, ninguno parecía dispuesto a alejarse del otro.
Era peligroso que se hubieran unido de esa manera… pero entonces Brenda lo recordó con una claridad casi dolorosa: ella también era inocente.
¿De qué demonios la estaban culpando? ¿Por qué tenía que esconderse como una criminal cuando no había hecho absolutamente nada?
Ese día lo dedicaron por completo a seguir arreglando la casa. Y aquello no fue cuestión