Elizabeth pasó el día tomada por una angustia silenciosa. Las escenas de aquella mañana seguían latiendo vivas en su mente: los gritos, los disparos, el miedo… y James, desangrándose para protegerla. A cada instante agradecía en silencio a Dios por haber salido ilesa y porque James aún estuviera con vida.
Cuando John llegó a casa, la encontró sentada en la sala, la mirada perdida, los dedos entrelazados sobre el regazo. Por primera vez, la observó de otra manera. Su semblante rígido se suavizó y su voz sonó más tierna.
— Lamento que hayas tenido que pasar por todo eso. Te prometo que nada parecido volverá a ocurrir. Ya mandé cambiar tu coche por un modelo blindado. Y, si quieres, puedo reforzar tu seguridad personal.
Hablaba como alguien que realmente se preocupaba por ella. Elizabeth no pudo evitar emocionarse.
— Mientras James se recupera, mi chofer y uno de los guardias te acompañarán a donde necesites.
— Gracias, John —murmuró con la voz entrecortada.
— ¿Necesitas algo? —preguntó é