Elizabeth
Con las ausencias constantes de John, pasaban casi meses sin verse, y Elizabeth se entregaba cada vez más al trabajo voluntario.
Organizaba presentaciones para los niños del orfanato y promovía fiestas temáticas en el asilo. Entre los abandonados y solitarios, Elizabeth se sentía como ellos. En cierto modo, ella también vivía el abandono y la soledad.
En una de aquellas visitas al asilo, el salón principal estaba silencioso, con apenas el sonido lejano de una vieja radio que tocaba canciones de otra época. Elizabeth caminó por los pasillos hasta encontrar a doña Esther, sentada en su silla junto a la ventana. La anciana, con el cabello blanco recogido en un delicado moño, acariciaba sus propias manos arrugadas mientras miraba el jardín florido allá afuera, sin realmente ver nada.
Elizabeth se acercó, se arrodilló a su lado y, con una sonrisa suave, dijo:
— Está muy bonita hoy, doña Esther.
La señora levantó los ojos y sonrió, pero sus pupilas pronto se llenaron de lágrimas. S