Fatina p2

El sonido de mi teléfono me sacó de mis recuerdos y con toda la tranquilidad del mundo tomo el aparato y contesto.

—Di Rossi.

—Jefe, ella ha aceptado la invitación. —esa frase me descolocó, siento mi corazón latir como hace mucho que no lo hacía y una pequeña sonrisa se eleva en mi cara.

—Que bien, Leo ¿dijo algo en especial? —obvio que no podía demostrar mi algarabía con mi asistente, pero por dentro bullía de la emoción.

—Le acabo de mandar la respuesta a su correo, jefe.

Grazie. — cuelgo la llamada y rápidamente abro mi correo para leer lo que me escribió mi pequeña fatina como respuesta a mi invitación.

“Estimado señor Di Rossi.

Agradezco su invitación a la gala del MET y, desde ya, ofrezco mil disculpas por no haber aceptado las invitaciones anteriores, por desgracia no pude asistir por otros compromisos, pero esta no será la ocasión. Ahí estaré presente y por supuesto que reservaré un baile para usted.

Tenga un buen día.

Alma Scott Soré. ASS.”

—Tan linda como siempre, me has hecho el día mi pequeña fatina. Ahora espero con ansias la gala del fin de semana para cobrarte ese baile…

Termino con mi café y mis tostadas francesas, dejo todo limpio y voy por mi chaqueta a mi habitación. Busco a la bola de pelos, pero no la encuentro, le dejaré un mensaje a Gloria para que la busque…

Luego de estar presentable, tomo mi maletín, el celular y mis llaves. Salgo de mi departamento y bajo al vestíbulo, donde me espera Giacomo, mi chofer.

—Señor Di Rossi, buenos días.

—Buen día, Gio, ¿cómo sigue tu hija?

—Mejor, señor. Gracias a su ayuda Lionetta ya se está recuperando.

La hija de Gio sufría de una afección cardíaca que la mantenía casi todo el tiempo hospitalizada. Cuando me decidí a venir a vivir a Estados Unidos, Gio me abrió las puertas de su humilde casa y, desde que pude manejar el museo y mi herencia, le he devuelto cada una de sus atenciones; aunque a él no le gusta que se lo demuestre. La suerte tocó la puerta de la familia de Gio el día en que pude encontrarme con mi mecenas, el señor Agustín Soré y él me presentó al marido de su nieta, la enojona de Valentina, así que no dudé en recurrir a ellos para que ayudaran a mi viejo amigo y su piccola. Desde ese día, el viejo Gio se decidió por ser mi chofer y apoyarme en mi trabajo en el museo y en el Duomo.

—Señor Di Rossi, este sábado habrá un encuentro, pero he rechazado la justa por usted, puesto que sé que es la gala del museo.

—Grazie, Gio. Es lo mejor. Además… Ella estará aquí.

—¿La piccola fata?

— Así es, mi buen amigo. Por fin después de 16 años la podré ver.

—Qué maravilla Enzo, no sabes lo feliz que me hace que finalmente puedas lograr otro de tus más grandes sueños al venir a este país.

Y era cierto, cuando me decidí para venir a este país uno de los principales motivos era que mi pequeña hada estaba acá. Por desgracia, al momento de llegar, me enteré de que había sufrido un ataque y que por eso sus padres habían decidido que se mudara a otro estado alejándola de los problemas de la familia.

La señora Blue cuando me vio, casi se desmayó y lo entendía, ella y don Agustín estuvieron siempre al pendiente de mí, en mi educación y dándome un techo donde vivir, pero por circunstancias que no deseo recordar, desaparecí de su radar y sólo me presenté ante ellos cuando me pude valer por mí mismo.

Llegamos al museo, Gio estaciona el auto y me bajé del mismo con la prestancia de siempre, arreglo mi chaqueta y tomo mi maletín, entro al lugar y ahí está Leo, con una sonrisa de oreja a oreja esperando con mi café.

—Excelente día jefe, se nota que la noticia que le di lo trae de muy buen humor el día de hoy.

—¿Qué noticia? — pregunta Serena Gibson mi curadora, que venía con uno de los restauradores hacía mí.

—Nada, nada mi queridísima Nefertari. Una buena compra que se nos avecina. — le dice Leo, de mala gana, Serena es mi mano derecha en cuanto a la restauración y compra de piezas para el museo, es muy buena en su trabajo, pero demasiado intensa con los temas de las relaciones y más de una vez me ha dejado en vergüenza por creer algo que no es.

—¿Arte egipcio? Mira Enzo, tengo algunas ideas que quiero mostrarte…

—Lo siento Gibson, pero ahora no le puedo atender. Además, usted sabes que primero debe hablar con Leo para eso antes de mí.

—Pero Enzo…

—Señor Di Rossi — le recalco, me molesta la informalidad —, que no se le olvide que soy su jefe y no estamos en el kindergarten para berrinches. — sigo mi camino, escuchando los murmullos de la gente a mí alrededor, pero no me precio de ser Enzo Di Rossi, curador y director del Museo Metropolitano de arte de Nueva York por ser una persona amable — ¡Leo!

—Si, sí, jefe, allá voy

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