El Palacio de las Convenciones brillaba bajo los focos, sus columnas neoclásicas bañadas en luz dorada que se reflejaba en las copas de cristal. La gala benéfica reunía a lo más selecto de La Habana - diplomáticos, empresarios y algunos rostros menos presentables que circulaban entre el champán y los canapés.
Daniela ajustó el bolso de mano sobre su hombro, sintiendo el peso de los documentos falsos contra su costado. Su vestido negro de seda, cortado al bies, se movía con elegancia mientras cruzaba el vestíbulo principal, sus tacones resonando sobre el mármol pulido.
El comprador suizo esperaba en el bar privado, un rincón apartado donde las conversaciones morían antes de llegar a oídos curiosos. Müller -nombre que probablemente no era el suyo- levantó la vista cuando Daniela se acercó. Sus ojos azules, fríos como el hielo alpino, la escudriñaron de arriba abajo tras los lentes de carey.
—Señor Müller, supongo —dijo Daniela en un inglés impecable, extendiendo su mano enguantada. —Da