No sé en qué momento los días comenzaron a sentirse como una cuerda tensa que está a punto de reventar. Apenas ha Pasado una semana y media desde que nos dijeron la palabra que cambió mi vida —tumor— pero cada amanecer se siente como un recordatorio cruel de que el tiempo corre sin piedad.
Y aquí estoy, otra vez, sentado al lado de su cama, con las manos entrelazadas a las de ella como si pudiera anclarla a la vida.
Alice duerme. Su respiración es suave, irregular a ratos. La luz del hospital se derrama sobre su rostro como un reflejo blanco que no perdona los detalles: la palidez, las manos frías, las ojeras que no existían hace apenas unos meses.
Pero aun así… está hermosa. Siempre lo está. Y duele.
Un enfermero entra para tomar signos. Ya casi es costumbre ver cómo le cambian el suero, cómo le ajustan las vías, cómo presionan suavemente su muñeca buscando su pulso. Pero hoy noto algo distinto. El enfermero frunce el ceño un segundo, apenas un gesto, pero suficiente para incendiarme